El liberal: euphorbia cotinifolia

No lo conocía. Lo elegí por la soledad de su rojo sobre la soledad del verde de un potrero. Porque donde antes, en algún momento, hubo un bosque hoy solo hay un suelo desnudo. Bueno, cubierto por la hierba y los pasos de las vacas. Hoy, también por nuestras botas.

Íbamos caminando de la huerta que cuida Esperanza, en la Escuela Rural Presbítero Carlos Mesa, a la huerta de Marisol, en la vereda Buga Patio Bonito.

Me acerqué y me gustó aún más. Sus hojas rojas, lisas, me parecieron tiernas. Luego, corté una ramita para meterla en mi herbario y una leche se asomó en el pecíolo. “Lo usan para cicatrizar”, me dijo, Fauner, uno de los líderes comunitarios que guiaba nuestro recorrido.

Ya en casa, me puse a buscar y encontré que se menciona su uso en épocas precolombinas asociado a las propiedades de su látex lechoso. Leí que su savia cáustica a menudo se utiliza para envenenar peces en los ríos y, antiguamente, era utilizada por los indígenas para envenenar sus flechas.

De hecho, su nombre científico es en honor a un médico griego, Euphorbus, quien realizó estudios sobre el látex de varias especies africanas, y encontró que algunas tenían propiedades tóxicas.

Fauner, también me dijo: “Le dicen el liberal”. Las plantas que no tienen hojas verdes me llaman la atención, son raras. Así como es raro en Colombia encontrarse con alguien “liberal”, de los de verdad. Es decir, el rojo en política viene de la revolución francesa y de los radicales republicanos. Aquí, a la izquierda, le tocó coger el amarillo porque el rojo ya estaba ocupado. Otros de sus nombres comunes me gustan más: sangre de Liébano, lechero rojo, cardenal, sangre de cristo.

A la semana siguiente lo vi en Medellín, a la entrada de la piscina. Me di cuenta que estaba por todas partes, en cerros, glorietas, orejas de puentes, separadores de calles. Nunca lo había visto. La percepción es selectiva, pensé, tantos años en esta ciudad y no haberlo detallado. Así como Altavista: un suelo que ha vivido detrás de mi casa de infancia y que yo apenas ahora recorro.

Lo que más me inquietó al caminar por el corregimiento fue encontrarme con personas de tantas partes diferentes del país. Campesinos de Colombia que vivían cerca y yo no los conocía. Un denominador común aterrador: todos desplazados.

Finalmente, un día subiendo para casa compré un liberal en un vivero y lo sembré a mi lado, para verlo, para tenerlo cerca.

Traficante de piecitos

De la plaza de mercado de Quibdó, me traje un quereme. Del Putumayo, me llegó un chondul para cuidar. La corona de espinas me la regaló una campesina de Andes. La mermelada que me separa del vecino vino de la de la casa de Camilo y, antes, había venido de la casa de Pilar.

El tráfico ilegal de piecitos, semillas, esquejes, raíces y frutos ha conectado los suelos del mundo. Transportarlos provocó la propagación involuntaria de especies vegetales que han colonizado los asentamientos humanos. Los hemos observado crecer, los hemos domesticado.

Del Viejo Mundo nos llegaron el trigo, la vid, la caña de azúcar, el algodón y el café. Del Nuevo Mundo les mandamos maíz, patata, tomate, pimiento, tabaco, aguacate, fresa, cacao y cacahuate.

Eduardo, el último habitante de Altavista que visitamos en el recorrido, también ha sido traficante de piecitos. Trajo heliconias del Quindío, algunos árboles de nogal cafetero y limbos de Santa Rita de Ituango, eucaliptos blancos de Santa Elena (los compró en un vivero y pal bolsillo de la camisa) y guadua del Quindío (la dejó empacada y se la mandaron por Servientrega).

En Altavista, el campo logra irrigarse hacia la ciudad. El potrero extiende algunos brazos por entre las calles y casas. Se acomoda en rincones y esquinas. Genera pequeños remansos que son convertidos en huertas.

Durante el recorrido, no podía aguantar el impulso de llevarme los piecitos. De la huerta de Esperanza, una caleña que ama la lechuga, me traje un romero. De donde Marisol tomé un ají. Ella cuida la huerta con sus nietos. Tiene caña, col crespa, tomate uchuva, cidrón, mostaza, col mantequilla, hierbabuena, botón de oro. El cilantro, por su parte, lo conseguí en el separador de la esquina de Guillermina. Finalmente, el matarratón y el poleo, me los dio Pastora.

Bajando de la vereda de Buga Patio Bonito entramos a la huerta de Pedro. Allí, en unos pocos metros cuadrados, él y su esposa, desplazados de los Llanos Orientales, tienen marranos, gallinas, aromáticas y plantas básicas para el revuelto. También, caña, ahuyama y banano. Pedro nos contó esta historia.

Un día, encontré un huevito abandonado en la quebrada y me lo traje para mi casa. Lo incubé hasta que salió un gallinacito. Cirilo estuvo conmigo cinco meses. Fue criado aquí, en Altavista. Se iba como un perro detrás de mí, nunca se voló. Se las tiraba de chistoso y le hacía maldades a la gente, por ejemplo, les soltaba los cordones. Un día, vino la policía ambiental y se lo llevó en una jaula, que dizque lo iban a examinar para devolverlo a su hábitat. Me hicieron una marranada muy grande, como si se me hubieran llevado un hijo. Si a él no le gustara andar conmigo se hubiera ido. Cuando yo iba pa’l médico me tocaba amarrarlo con una cabuyita pa’ que no se montara al bus. Quedé muy triste.

Herbarios, laboratorio de contactos

Las hojas, como las mujeres, intercambian

astutas confidencias;

unos cuantos saludos, y unas cuantas

portentosas conclusiones,

En ambos casos las partes

disfrutan del secreto,

compacto e inviolable,

a la visibilidad.

Emily Dickinson, Herbario y antología poética. La traducción es de Eva Gallud. Extraído de El herbario de Emily Dickinson, entre la ciencia y la poesía.

El herbario es cuidado.  

Una biblioteca de plantas secas que nos permite custodiar la memoria de la vida vegetal del planeta. En tiempos de extinciones aceleradas, allí volveremos sobre lo que se está yendo. 

Nuestros herbarios son conexión con el suelo. 

A la entrada del corregimiento nos entregaron nuestro propio kit: prensa, tijeras, sobre de papel, lupa, colbón, lápiz, sacapunta. La tarea: caminar, observar, sentir el suelo y las plantas. Entrar a las huertas. Detenernos en aquel espécimen que nos llamara la atención. Colectarlo, ponerlo en la bolsa blanca. Llegar a casa y observarlo. Acomodarlo entre papeles y cartones. Prensarlo. Esperar. 

El herbario es historias.

Como todo objeto de memoria, este archivo de plantas pervive para contarnos historias. Los cuerpos vegetales se exponen de manera organizada como relatos vitales que son testimonios de la existencia de otros seres que interactúan con ellos. El herbario es un documento que cuenta otra versión sobre la vida terrícola.

Su herbario, el de ella, fue arte para la ciencia

Emily Dickinson, una poeta estadounidense fundamental, apenas siendo adolescente ya había coleccionado 424 especímenes de flores silvestres de la zona rural de Massachusetts. Los ordenó en 66 páginas, con el sistema de clasificación de Linneo. Esta naturalista intimista y sensible pasaba sus días, aislada en su habitación, sola con la compañía de sus palabras-plantas. 

El herbario es conocimiento

Un catálogo donde los científicos pueden hacer estudios y comparaciones. Además de las muestras vegetales, se consignan las fechas y la ubicación exacta de la colecta. Se registran, también, los nombres científicos. De esta forma, los botánicos de todo el mundo, y otros investigadores, por ejemplo, de la antropología o la farmacia, comparten un código común para saber que hablan de la misma planta. 

Sus herbarios son curiosidad y fascinación.   

Son mapas plantares que les permiten irse a través de los mundos que abre cada especie. El matarratón, por ejemplo, o rompe vientos, o rompe fuegos. Es forraje, medicina, leña. Es cerco vivo y  sombra para las vacas. Es un entramado relacional que se hunde en el suelo y se expande hacia nosotros. 

Mi herbario, también, ha sido deseo

Por esos días yo salía todos los días a la huerta-jardín para tranquilizar mi mente. Recogía hojas y flores y las ponía a secar entre las páginas de un libro. Las escogía sin importar su nombre, solo me interesaban las formas y los colores. Mientras esperaba el tiempo que la humedad tardaba en desaparecer, mi ansiedad respiraba. Luego, pegaba las hojas a mi antojo y escribía cartas de amor.